Saludos y bienvenida

Aquí empieza mi historia diaria como Reina Guerrera, advierto a los pusilánimes y cortos de miras, a los que sufren la dolencia del puritanismo, que leerán las palabras de una mujer completa, dura y a la vez tan dulce que pica los dientes, pero también los rompe...
Luego no vengan con quejas, si quieren quédense y disfruten conmigo, nadie les obliga a leer.
Un saludo y tened mi compañía, aunque no siempre la visita a vuestros Palacios será de cortesía.
Todo lo aquí escrito es fruto de la fantasía de la autora, cualquier relación con la vida real, es pura coincidencia (¿o no?)


jueves, 30 de abril de 2009

La llamada

Llegó el alba a la Embajada y las puertas de mi alcoba se abrieron de par en par. Un hombre de aspecto cansado y sudoroso me miraba fijamente.

-¿Cómo osáis entrar así en la alcoba de una dama? ¿Qué es eso que tales formas requiere?

-Lo siento, mi señora, pero la Reina ha convocado una reunión urgente con vos en Palacio.

Le miré desconcertada. Me apresuré en arreglarme para la cita, y al mismo tiempo pensaba en el motivo de la misma. ¿Querría la Reina un informe de mis últimas labores diplomáticas? Los últimos días en la Embajada habían sido tranquilos, y esas no acostumbraban a ser las formas de mi Reina. No... debía de ser algo urgente, pero ¿qué?

Salí atropelladamente escoltada por el mensajero que había venido a mi encuentro. No cruzamos ni una palabra en todo el camino, absorta como iba yo en mis pensamientos.

Llegamos a Palacio y allí me sorprendió descubrir que el lugar de la reunión eran los aposentos de la Reina. El asunto era personal, urgente y, según temía, grave. Un escalofrío recorrió mi espalda.

Subí las grandes y hermosas escaleras con manos temblorosas y, tras recorrer un largo pasillo, me hallé frente a la puerta. Llamé tímidamente. Una voz respondió desde dentro:

-Pasa, Samsara.

Abrí la puerta y encontré a mi Reina sentada en una de las sillas colocadas a modo de recibidor en la habitación. Tenía el semblante serio, apagado, y vestía aún la ropa de cama.

-Toma asiento.

Hice lo que me pidió, al tiempo que entraba una doncella para ofrecerme algún refrigerio. Decliné la invitación con un gesto, instándole a que nos dejase solas.

-¿Qué ocurre, Majestad?

-Si te he hecho llamar no es en calidad de diplomática, sino en calidad de amiga. Necesito tu ayuda.

-Claro, mi señora, ¿en qué puedo serviros?

-Te he mandado llamar de forma tan urgente porque mi amado Rey se ha ido y no tardará en volver. Ya sabes cuánto le amo... y cuánto deseo hacerle feliz. Pero sé que esa felicidad no será completa hasta que no consiga darle un heredero. No me lo dice, pero a veces su silencio habla más que su propia voz. Samsara, conozco tus dotes de hechicera... Sé que sólo tú puedes ayudarme.

-Pero, mi Reina, ¿estáis dispuesta a dejar de combatir? Lo lleváis en la sangre, sería como dejaros sin aire para respirar.

-Está decidido. ¿Podréis hacerlo?

No eran sólo sus palabras, sino sus ojos los que me rogaban. Quería ocultar sus lágrimas, pero ya era tarde y se echó a llorar en mis brazos.

-Lo haré, mi Reina.